Dicen los que saben que el vino evoluciona en botella. Explican no sé qué de oxidaciones, de polifenoles que se polimerizan, de materia colorante que precipita e incluso de no sé qué reacción de Maillard.
Y en esa línea compran una caja de cada añada y las van abriendo cada cierto tiempo para disfrutar de su evolución.
Cada vez que descorchas una botella de vino vuelves al momento en que ese vino fue creado. A ese año, esa vendimia, esa crianza, cada cosa que hacías después de salir de la bodega está ahí, volviendo a tu cabeza. Bebes una botella y sientes de nuevo un trozo de vida pasada.
Y puedes volver cada vez que quieras a rememorar ese recuerdo. Una caja. 12 oportunidades para volver allí.
En realidad el vino no cambia en la botella. Se queda ahí, imperturbable, esperando su momento. En realidad al pasar el tiempo los que cambiamos somos nosotros, moldeamos nuestros recuerdos de aquel año. No es el vino el que cambia, somos nosotros. Los recuerdos atrapados en esa botella los vemos distintos.
Y la caja cada vez tiene menos botellas. Y los huecos cada vez son más grandes. Tan grandes como el hueco de sus perchas vacías en el armario. O tan grandes como esa caja vacía que una vez estuvo llena de tantas velas que pensaste que era imposible que las gastase todas.